Universidad de San Carlos de Guatemala –USAC-
Escuela de Formación de Profesores de Enseñanza Media –EFPEM-
Programa Académico de Desarrollo Profesional Docente PADEP/D
Licenciatura en Educación Primaria Intercultural, Primera Cohorte
CURSO: PLANEACIÓN Y EVALUACIÓN DE LA EDUCACIÓN INTERCULTURAL Y BILINGÜE
CATEDRÁTICO: EDWIN ULICES SIS XITUMUL.
SEDE MUNICIPAL: SAN MIGUEL CHICAJ.
DEPARTAMENTO: BAJA VERAPAZ.
SESIÓN 7
25/04/2020
Actividad de aprendizaje No. 1
Técnica: Compartiendo experiencias
Estrategia: Lea detenidamente la increíble historia del profesor
que perdió su lapicero rojo, analice su rol como docente y reflexione acerca
de:
1. Ha utilizado
el lapicero rojo para remarcar los errores de los estudiantes.
2. En la
actualidad ha tenido la oportunidad de
cambiar el lapicero rojo por el verde y remarcar
los aciertos de los
estudiantes.
Compartir sus reflexiones en el área de comentarios.
Incluir sus datos (nombre) al final de su reflexión.
La increíble historia del profesor que perdió su bolígrafo rojo
Faltaban menos de cinco minutos para las seis de la tarde, cuando el Profesor se dispuso a sacar de su cartera los exámenes de la semana. Tras colocarlos encima de su escritorio al lado de su lámpara, volvió a coger su cartera para sacar su bolígrafo rojo. Y entonces sucedió algo inesperado. Su bolígrafo rojo había desaparecido. Faltaban pocos minutos para las seis de la tarde.
La relación del Profesor con su bolígrafo rojo era una relación muy especial. Bolígrafo rojo en manos del Profesor se sentía poderoso e importante. Con él había corregido miles y miles de exámenes. Al Profesor le encantaba corregir los errores que los alumnos, curso tras curso cometían en sus exámenes. El Profesor era muy meticuloso en sus correcciones y su bolígrafo rojo era implacable. No había un sólo error que se le escapara. El Profesor no sólo corregía exámenes: tachaba párrafos erróneos, rodeaba con círculos las palabras mal escritas, ponía signos de exclamación e interrogación en respuestas equivocadas o mal expresadas. No había un solo error que el Profesor no detectara en un examen. No había una sola equivocación que la tinta de su bolígrafo rojo no dejara impregnada en un examen.
Faltaba poco para las seis de la tarde. No podía ser. Era imposible. Su bolígrafo rojo había desaparecido. Buscó una y mil veces en su cartera, en sus pantalones, en su americana. Pero nada. No había rastro de su bolígrafo y el tiempo jugaba en su contra. ¿Cómo iba a corregir los exámenes? ¿Qué les diría a sus alumnos cuando entrara por la puerta del aula?
El Profesor se sentía perdido, confuso. ¿Quién era él sin su bolígrafo rojo? ¿Cómo sería capaz de resaltar los errores en los exámenes de sus alumnos? Había que hacer algo y rápido.
Sin tiempo que perder, empezó a buscar un bolígrafo rojo. Seguro que tenía alguno escondido en algún cajón. Busco en el salón, en su dormitorio, en el comedor, pero no fue capaz de encontrar ninguno. Entonces se acordó de que tal vez podría encontrar uno en el cajón de la cocina. Rápidamente, se dirigió a la cocina y abrió el cajón. Con sus manos iba palpando todos los objetos que en ese cajón se habían acumulado desde su infancia: cerillas, pilas, abrelatas, imanes y… ¡No era posible! ¡Había encontrado un bolígrafo! ¡Por fin podría sentarse frente a la mesa de su escritorio y corregir los exámenes! No había tiempo que perder. Un centenar de exámenes le estaban esperando. Ya tenía lo que quería, ya podía volver a ejercer su poder. Con el bolígrafo en la mano, el Profesor se sentía el hombre más poderoso del mundo.
Sólo pasaban cinco minutos de las seis de la tarde cuando el Profesor se sentó frente a su escritorio para proceder a la corrección de exámenes. Encendió la lámpara, cogió el primer examen con su mano izquierda mientras que con la derecha sostenía el bolígrafo felizmente hallado en el cajón de la cocina. El ritual solo se había demorado unos minutos.
El Profesor empezó a leer las respuestas del primer examen ávido de encontrar un error. Y ahí estaba. Una respuesta incorrecta, el primer error de aquella tarde de domingo. Sin tiempo que perder cogió su bolígrafo y se dispuso a marcar con una cruz el error al que pensaba a acompañar con algunos signos de exclamación y una nota en el margen que rezara lo siguiente: ¡Qué disparate! ¡No has entendido nada!
El bolígrafo que sostenía el Profesor con su mano derecha se dirigió entonces con vuelo presto hacia la respuesta incorrecta. Todo estaba a punto para que en el momento en el que la punta del bolígrafo hiciera contacto con la hoja de examen, una raya marcara la primera diagonal de la equis que aquella respuesta incorrecta se merecía. Y así lo hizo, el Profesor, cogió su bolígrafo y, en el mismo instante que marcaba la primera diagonal, un grito de horror salió de su boca. Fue entonces cuando se acordó de su madre.
La madre del Profesor era una madre diferente al resto de madres. Ella siempre tuvo la firme convicción de que la enseñanza debía hacerse desde el acierto y no desde los errores. De niño, el Profesor había tenido muchos problemas para aprender a escribir. Todas las tardes llegaba a su casa llorando y sosteniendo en sus manos una ficha repleta de correcciones en rojo que su maestra le había dado para que viera lo atrasado que iba con respecto a sus otros compañeros.
Cuando la madre veía esa ficha y los ojos de su hijo, se le rompía el corazón. Y fue ese dolor lo que le hizo tomar una decisión que cambiaría la vida de su hijo. Ese día decidió comprar un bolígrafo verde con el que ayudaría a su hijo a mejorar su escritura. Cada tarde se sentaba con él en la mesa de la cocina y practicaban ejercicios de escritura durante quince minutos. Cuando su hijo acababa los ejercicios, su madre cogía el bolígrafo verde del cajón de la cocina y rodeaba con un círculo todos los aciertos que había cometido su hijo.
Con el tiempo su hijo fue mejorando no sólo su escritura, sino su autoestima y autoconfianza. Hasta que llegó el día de guardar el bolígrafo verde en el cajón de la cocina, el bolígrafo verde en el que su hijo había aprendido la importancia de los aciertos, el valor del refuerzo positivo incondicional.
Pasaban pocos minutos de las seis de la tarde y el Profesor sostenía el bolígrafo verde con el que su madre le había enseñado en valor de reforzar los aciertos por encima de los errores. En el centro de su escritorio estaba el primer examen por corregir de la tarde, un examen con una raya en diagonal de color verde, una raya que Profesor decidió que se quedaría sin la compañía de la otra diagonal que debía marcar con una equis el error de una respuesta incorrecta.
Pasaban pocos minutos de las seis de la tarde y el Profesor agarró con fuerza el bolígrafo verde con el que su madre le enseñó a valorar los aciertos por encima de los errores y se dispuso a seguir leyendo el primer examen de la tarde. Tardó poco en encontrar una buena respuesta. Y, al encontrarla, cogió su bolígrafo verde y su rostro esbozó una sonrisa, la misma sonrisa con que su madre le obsequiaba con cada acierto reflejado en el bolígrafo verde, (Moll, 2015).
FIN